ABC | Javier Reverte
Hace unos días leía una información sobre el calentamiento del agua de los mares y sobre la perplejidad de los científicos ante el fenómeno, pues en este momento no se sabe si ello producirá una subida del nivel del agua de los océanos o su descenso. Hasta ahora, con la retirada de los hielos en los polos, se creía que sucedería lo primero. Hoy, ignoramos si los mares inundarán los continentes o si la tierra acabará secándose por completo. Lo que sí sabemos con certeza es que, suceda lo que suceda, será consecuencia de la acción del hombre sobre la naturaleza. Nuestro planeta es frágil y en estos años parece enfermo.
En «La Iliada», Homero describía así los ignotos territorios boreales: «… una tierra de niebla y penumbra…, donde empieza el Infierno». No tenemos noticias de que los antiguos hubieran navegado más allá del norte de Gran Bretaña (adonde al parecer llegó el marino Pytheas en el 330 a.C) hasta que los vikingos de Erik el Rojo alcanzaron Groenlandia bien entrado el primer milenio. Pero la frase de Homero, «… donde empieza el Infierno», suena a premonición. Porque es en el Ártico donde, con la retirada extremadamente rápida de los hielos, el planeta ha empezado a ofrecer los síntomas de un cambio global que podría llevarnos al fin de la historia humana, esto es: al infierno. No es una afirmación baladí: ya lo advierten numerosos científicos de sobrada categoría intelectual y formación, como el español Carlos Duarte.
El deshielo de los polos, sobre todo en el Ártico, es consecuencia del calentamiento de la tierra, que a su vez es provocado por la liberación de gases producidos por el hombre, fundamentalmente el dióxido de carbono y el gas metano. Y corre a una velocidad endiablada. La alarma cundió en el verano del 2007, cuando se comprobó que, en el Ártico, el hielo se fundía a razón de 18 kilómetros diarios. Y no sólo desaparecía en su extensión, sino también en su grosor. Durante los años siguientes ha seguido decreciendo todavía a mayor velocidad. En el verano del 2012 la banquisa helada había perdido 760.000 kilómetros de hielo con respecto al 2007, o sea: el tamaño de una España y media. Si se tiene en cuenta que el Polo Norte es mar helado –al contrario que la Antártida, que esconde tierra bajo el hielo–, en no muchos años se convertirá, durante el verano, en una piscina, quizás en el 2020, según los cálculos más pesimistas. Y en el 2050, si el deshielo continúa a la misma velocidad, se habrán extinguido dos tercios de los osos polares, pues las placas heladas son las superficies desde las que caza a las focas, su principal alimento.
Necesitamos del hielo, no sólo para el whisky, sino para nuestra supervivencia como especie. Porque el gran peligro reside en los gases ocultos bajo los territorios boreales que el hielo impide salir a la atmósfera, como el gas metano, reteniéndolo bajo el inmenso suelo de la tundra del Canadá, de Alaska, de Siberia, de Groenlandia… Si ese hielo terrestre se fundiera en esas regiones y escapara el metano a la atmósfera, la vida humana se extinguiría en todas las áreas próximas al Ártico, puesto que se trata de un gas muy venenoso.
Otro efecto del deshielo: en el Polo Norte, al no existir tierra bajo la banquisa, el nivel del mar no subiría, como no sube el nivel del líquido en un vaso de whisky cuando los cubitos se funden. Pero sí que se produciría una subida del nivel marino al fundirse la superficie helada de la gran isla de Groenlandia, una amenaza cierta. Las islas de Florida, las Maldivas, Bangladesh e incluso Holanda podrían desaparecer. Yo he viajado por los mares boreales dos veces: en el 2008, por las islas del norte de Canadá, y en el 2011, por las costas del archipiélago de las Svalbard, en esta ocasión a bordo de un barco científico, en una expedición financiada por Noruega y España (antes de los recortes al CSIC, claro) destinada a estudiar el estado de las aguas de este océano glacial.
El cielo era lúgubre en las latitudes árticas, un paisaje descarnado que estremecía el alma. Pero cuando el sol asomaba, acerado, bajo la reverberación producida por el cielo y la nieve, el escenario tomaba el aspecto de un espejo, casi parecía una visión celestial en donde no hubiera extrañado que, de pronto, volaran sobre el barco, junto a las gaviotas, bandos de ángeles y de dioses. Descender a caminar sobre la banquisa, sabiendo que, debajo de los pies hundidos en la nieve y a menos de cuatro metros de la superficie helada, se abría un abismo marino de miles de metros de profundidad, producía temor y también una sensación enorme de grandeza. Cuando el sol se acobardaba y huía del cielo, el entorno se volvía sombrío. Pero si el astro asomaba de nuevo, su luz era tal que borraba todo sentimiento de desesperanza. El Ártico es tan estremecedor como hermoso. No sólo lo necesitamos, sino que también, quienes lo conocemos, hemos aprendido a amar su abisal belleza.
Pero, como escribió Oscar Wilde en la cárcel de Reading, «… todo hombre mata lo que ama». Estamos a tiempo de salvar el Ártico?, ¿o bien lo mataremos y morirá con nosotros? No tengo la respuesta, pero los científicos aprietan para que se actúe cuanto antes, en tanto que los políticos retardan sus decisiones y la grandes multinacionales empujan, ávidamente, para comenzar a explotar los recursos en minería e hidrocarburos que esconde el mar boreal, un explotación que aceleraría todavía más la destrucción de aquel universo.
A veces me pregunto si los hombres nos hemos vuelto locos. Pueblos teóricamente más primitivos y menos sabios que los de Occidente han sabido ser más justos con la Naturaleza. Dice un antiguo proverbio cachemir: «Trata bien a la Tierra: no te ha sido dada por tus padres; te ha sido prestada por tus hijos». ¿No somos capaces de comprender algo tan sencillo?.
Javier Reverte, periodista y escritor.